El fin de semana pasado estuve en Londres por motivos de trabajo. Mi
misión en la capital del vértigo era la de dar una clase de muestra
de español. El recinto donde debía impartirla era un espacio
amplísimo, donde distintas academias dedicadas a la enseñanza del
español como lengua extranjera ofrecían sus virtudes, en una lucha
sutil, parecida a la esgrima, por captar clientes. Había eslóganes
variados, ofertas variadas, atenciones variadas. Hasta ahí todo
normal. Sin embargo, el día me iba a dejar algunos huecos para la
sorpresa y la resignación. El primer pasmo me lo originó el anuncio
de una academia de Valladolid y su correspondiente anuncio: «Aprende
el español de Valladolid».
Esa academia consideraba que la vertiente hablada en el centro de
España era la única e indiscutible para aprender un buen español.
La segunda sorpresa vino dada de la boca de un chico mallorquín,
profesor de español, en una conversación mantenida debajo de un
techo donde nos protegíamos de una lluvia feroz que amenazaba con
dejarnos fríos los zapatos. Al escucharme hablar, pronunció: «tu
acento es muy fuerte, espero que no enseñes así español». El
joven entendió, que al tener yo acento ceceante y al hablar
entrecortando las palabras, no era capaz de asumir que la lengua que
yo enseñaba era español, y que en mis clases podía cometer el
desliz de olvidarlo. En definitiva, creyó que por ser ceceante y
entrecortar las palabras mi capacidad de enseñanza era inferior.
La estupidez es un arma que te
otorga la ignorancia, y si la lengua es el instrumento que se erige
en la discusión, los españoles hemos demostrado de sobra que somos
muy estúpidos. Esto que voy a intentar aclarar es algo muy manido y
que me produce mucho sosiego. A su vez, considero necesario no
olvidar el tema y sacarlo de vez en cuando a la intemperie, no vaya a
ser que a los hablantes españoles, y a los propios ceceantes, se les
olvide. Cecear no es hablar mal el español. El ceceo es una
característica fonética que viene determinada por la zona
geográfica en la que naces, al igual que la pérdida de la ese
implosiva -la ese final de sílaba-. Podríamos aburrirnos con la
cantidad de particularidades fónicas que nos ofrece el andaluz, pero
no es el caso. Lo que importa de veras es que se manipule, que se
haga creencia aquello de que porque no pronunciemos las eses no somos
capaces de ejercer bien nuestra lengua. Perdonen, pero no. Ni el
andaluz es la peor de las vertientes que se encuentra en el español,
ni España es el único país que ofrece distintas formas de hablar
una lengua.
Yo invito, ya que antes les hablé
de esgrima, a cualquier castellano parlante, a cualquier andaluz
remilgado, a cualquier catalán sobrentendido y a cualquier habitante
ibérico, a que encuentren en el texto o en el habla de cualquier
ceceante consciente de la lengua española, algún dequeísmo,
queísmo, laísmo, leísmo o estructura sintáctica incorrecta.
Fenómenos que, dicho sea de paso, son los que realmente malforman la
estructura del español, y cuyos usos no lo da ser ceceante, ni mucho
menos, sino el conocimiento de la lengua que tengas. Aburre que
cuando vayas a alguna entrevista de trabajo dudes si hablar con ceceo
o si no, que cuando te encuentras en una reunión con españoles
debajo de la mesa resbale una sonrisa burlona, maliciosa. Y aburren
más aún aquellos ceceantes que se aventuran a estudiar en otras
ciudades y vuelven al pueblo pronunciando una ese tan resbaladiza que
en lugar de escuchar a una persona parece que tienes en el oído un
panal de abejas. Pronunciar las eses de una forma u otra no es
nuestra elección, es algo que nos determina el medio. La estupidez y
la ignorancia, sin embargo, sí están reñidas a nuestras
preferencias. No eliges una característica fonética como tampoco
eliges los padres que te tocan. Ceceantes, no se escupan a ustedes
mismos.
Publicado en Andalucía Información (21/10/2016)
Muy buen artículo, Abrahám. ¡Has dado en la clave!
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