Estimada Ana,

Empiezo esta correspondencia con dedos temblorosos, por aquello de contar a la gente nuestras pequeñas intimidades. La distancia nos empuja a ello y tampoco es cuestión de mantenerse callado. Como ya nos separan algo más de veinte kilómetros, abro una puerta en mi blog para que también esté perfumado por su presencia, así logro saber más de usted, que las palabras son más hermosas si salen de sus dedos. A parte del miedo a que la gente conozca nuestras intimidades, otro hecho en este ejercicio me da recelo, lo cual es la posibilidad de que el pequeño número de lectores que nos observen, acabe tirando tomates y algarrobas a la pantalla de su ordenador.
Y es esta duda lo que me hace escribirle. Hace poco escribí que la escritura nos sirve para evaporarnos de nosotros mismos, algo que se contradice con el verdadero afán -al menos el mío- que mueve a los escritores, el cual es ser leídos por la mayor masa mundial, aunque parezca soberbio. Es bonita la farragosa tarea entretanto, sobre todo las primeras causas que nos animan a dedicarnos a ello. Mi decisión para emplearme en esto con ferocidad fue una mujer, ni siquiera en eso he sido innovador. Le escribía poemas de amor inspirándome en las Donna Angelicatas de Garcilaso o Darío.  Cuenta Juan Marsé que cuando tenía dieciséis o diecisiete años escribía relatos, y una amiga de su hermana que le causaba apetencia se los pasaba a máquina. La duda del Marsé adulto era  si que la chica le pasara esos relatos a máquina era lo que le obligaba a escribir.
Aunque ahora  el fin de la escritura es muy distinto. No hay que ocultar que a uno le gustaría ganar algunos euros con ella, pero que sean las palabras las protagonistas, no que uno vaya buscando la fama o la publicación apegándose a quien haya que apegarse. Se me viene a la cabeza Roberto Bolaño. El escritor chileno se encontraba casi en la precariedad económica junto a su familia, y gastaba lo poco que ganaba en imprimir sus obras y enviarlas a editoriales que, por lo general, hacían el mismo caso a sus escritos que un entrenador de fútbol al tercer portero suplente. Cuando le llegó el reconocimiento, cuando el mundo editorial adivinó que sus novelas y relatos se convertirían en la nueva forma a seguir de la literatura hispana, le llovieron las ofertas para las conferencias, ya sabes, eso que prefieren muchos escritores antes de dedicarse a lo que se deberían de dedicar, que es la escritura. Bolaño apartó las adulaciones, porque él jugaba mejor en el barro, en el terreno fangoso de las comas, los puntos y los párrafos bien medidos.
La escritura debe ser soledad, querida Ana. Hay que llenar el estómago de piedras, sentir el aliento de la literatura en la nuca, auscultar los latidos de las comas y mirar más allá de nuestro ombligo. Ya algún día olerás la tinta. Cuentan que Schopenhauer, cuando terminó El mundo como voluntad y representación, envió el manuscrito a su editor con la siguiente nota: “Este libro será en tiempos venideros fuente y ocasión para un centenar de otros libros”. Unos años más tarde, los editores le dijeron que la primera edición de su libro sirvió, entre otras cosas, para reciclar papel, aunque el tiempo dio la razón a Schopenhauer. Tenemos que debernos a nuestras palabras, Ana, aunque luego el único dinero que hagan sea el de fabricar folios marrones, de esos que te decían que tenían ese color porque eran reciclados, cuando estabas en la escuela, y que olían tan mal.

PD: Le debo una receta de puchero.


 Abraham Guerrero Tenorio. 
Foto: Juan Marsé.