No sabes cuándo llega. Ni siquiera adviertes que un día se presentará el instante en el que te alcance el imprevisto. Mi madre, obnubilada desde que tengo uso de razón por tenerlo todo bajo control, siempre nos advertía a mis hermanos y a mí que había que tenerlo todo recogido por si llegaban visitas inesperadas. Que no creyeran que en la C/Corredera 59 vivían unos desaprensivos. Tenerlo todo bajo control para mí es comer pipas bebiendo una Fosters y mirando la infatigable lucha de una mosca para traspasar la mosquitera. Claro que hay veces que el control de la situación se te escapa de las manos, como cuando percibes que hay algo que te molesta incansablemente. Estudias cuál es la causa que te distrae de la importante tarea que te has encomendado en el día, y adviertes que es el jodido pijama, que se pega a tu piel como el sudor. Te lo quitas de encima con la ferocidad con que le quitarías la ropa a Natalie Portman. Entonces el día recobra su orden. Incluso saludas con naturalidad a tu novia que llega del trabajo y te pilla en esas: mirando los cabezazos de una mosca sobre la tela fronteriza de tu salón, comiendo pipas y en calzoncillos.
Como soy un buen hijo y las advertencias de mi madre son un dictado que hay que transcribir con puño firme, procuro tener siempre los calzoncillos limpios y bien planchados, por no tener que abrirle a alguien que se le ocurriera hacer una visita inopinada, con unos calzoncillos mustios y deshilachados. Recuerdo que un amigo una tarde se encontraba en el piso que su novia compartía con dos compañeras más. Sólo se había llevado un calzoncillo decente y otros dos que se encontraban abandonados en el fondo del cajón de su mesita de noche como una moneda de cinco duros en la repisa más alta del salón de tu abuela. Terminó de ducharse y echó el calzoncillo decente al cesto de la ropa sucia. Como los otros calzoncillos no los consideraba presentables por si venían visitas, optó por quedarse en cueros en el salón de la casa viendo un partido de voley playa femenino. Una de las compañeras de piso de su novia entró en el salón y lo pilló como Dios lo trajo al mundo. Montó en cólera, a la que se sumó varias horas después su novia cuando se enteró del suceso. Mi amigo no entendió tanto dramatismo. Supongo que mi amigo se hizo la misma pregunta que se hacía el Mochuelo en El camino, la novela de Miguel Delibes, cuando secunda la genial idea, junto al Tiñoso, de su amigo el Moñigo, la cual consistía en defecar justo cuando el tren pasaba por el túnel del pueblo. Lo hicieron. Pero cuando el tren pasó se llevó consigo todas las prendas que habían depositado un metro más allá, obligándolos a entrar en el pueblo sin calzoncillos y con motas de carbón en las nalgas, escandalizando a la gente. Escándalo que el Mochuelo no entendía. <<¿Qué otra cosa cabía hacer en un caso semejante?>>. Tampoco es plan que alguien te vea con cualquier trapo. 
Los calzoncillos deben ser cuidados como un ejecutivo atiende su traje de chaqueta. Habrá un momento en que las Fosters se multipliquen por mil, y un amigo tuyo expondrá sus calzoncillos en medio del bar, al que acompañará otro, y otro, y otro y otro, y por ende tú también, con la euforia que le supones a John Lennon cuando salió una vez a tocar en calzoncillos y con la taza de un váter como collar en Hamburgo. No querrás que los de tu alrededor piensen que eres un desvergonzado por llevar unos calzoncillos mal planchados, quizás agujereados. Sólo otro amigo, hace unos días, consiguió que se tambaleara un poco mi certeza sobre la necesidad de llevar bien equipada la entrepierna. Estábamos en una discoteca, se acercó a mí y me dijo <<mira qué calzoncillos más horrorosos llevo>>. Yo le dije que no sabía adónde pretendía ir con esos calzoncillos. <<¿Y si te llevas a la cama alguna alemana, y te ve con esa temeridad?>>, le recalqué. <<Abraham, si una alemana está conmigo en la cama y me ve en calzoncillos, ahí ya hay poco que hacer>>, me contestó.

Foto: Overboard.