A menudo, la pereza se planta en el salón de tu casa sin previo aviso, deja el abrigo en el perchero, se sirve una copa, con mucho hielo, se sienta en la mesa del comedor y se enciende un cigarro. Tú quieres regañarle, decirle que tu madre no deja que se fume en el comedor de la casa, pero ella te ignora, que es como los poderosos exhiben su autoridad. No te queda más remedio que irte a fregar, aunque te diriges a la cocina con un no sé qué de tristeza, con una desgana atroz que se erige en tu rostro con una mueca de asco, y quieres morder el estropajo y fregar la cacerola con las uñas, pero al final, la limpias con la cabeza apoyada en el mueble donde se guardan los platos, pausadamente, y con muchas ganas de llorar.
Irte al extranjero da mucha pereza, pero más pereza da irte del extranjero a tu casa, más que nada, por el acto de tener que hacer de nuevo la maleta. Es la misma desgana que te entra cuando vas al baño para tomar una ducha y tienes que volver a la habitación porque se te ha olvidado la toalla. Cuando la desidia te invade, es un trabajo espinoso hasta el hecho de pelar un ajo. Se me viene a la cabeza un amigo, cuyo padre regentaba una frutería. Un sábado, que es cuando mi amigo lo ayudaba a sortear a las señoras que pagan con muchos céntimos, su padre acudió a su habitación porque mi amigo no se levantaba. Lo azuzó con violencia porque creía que tenía resaca, pero ni eso era, sólo estaba inundado de pereza. Mi amigo abrió los ojos y le dijo <<no voy, papá, no tengo ganas ni de lavarme los dientes>>. Luego se dio la vuelta.
Hay veces, que te ases a la desgana cuando ves que estás derrotado, también le ocurre a los deportistas que admiten que ya es imposible ganar. Te tiendes en el sofá a sacar conclusiones por la derrota. Quizás fuera que vives constantemente en el abandono, o que estás tocado por la mala suerte, o quizás fuera el alemán, esa lengua del demonio que necesita la paciencia de un nadador, y concluyes que será eso, el alemán, que ha podido con tus ganas.
Te tapas con el cojín la cara porque no quieres que el silencio te vea en ese estado. De nuevo quieres llorar. No sabes por qué, pero quieres llorar. Te ocurre como a Morini, el crítico archimboldiano de 2666, la novela de Roberto Bolaño, cuando va a visitar a su amiga Norton a Londres. Durante todo el viaje, Morini siente deseos de llorar. Hay un momento en el que van a comer, y Norton comienza a narrarle una historia sobre un pintor que hizo famoso el barrio en donde se encuentran comiendo. Norton pregunta a Morini qué le parece la historia, a lo que Morini contesta que no sabe qué pensar. El narrador, acto seguido, nos aclara dónde tenía la cabeza Morini: <<El deseo de llorar o, en su defecto, de desmayarse proseguía, pero se aguantó>>.
Yo soy de los que le gustaría aguantar la derrota con altivez, a su vez el llanto, pero a decir verdad, cuando me siento vencido, cuando me encuentro molido de echarle la culpa a los designios de la mala suerte, lloro por la garganta. Estos días he pensado mucho en el Liverpool, quizá uno de los equipos más perezosos en los últimos años, cuyo juego dio esta temporada una vuelta de tuerca gracias a que se contagió del coraje de su delantero centro, Luis Suárez. Con la liga en el bolsillo, un título que lleva dos décadas buscando, el Liverpool le vio, por primera vez, los dientes de cerca a la derrota cuando su estandarte, Gerrard, se resbaló en el centro del campo propiciando el gol del Chelsea. El Liverpool perdió el partido, pero no estaba del todo derrotado, todo pasaba por ganarle al Crystal Palace en su feudo y esperar. En el minuto 78 de partido, los Reds ganaban al Palace 0-3. Finalizado el encuentro, el marcador reflejaba, escrito con sangre, 3-3. La pereza se aferró a las piernas de los jugadores del Liverpool, que intentaban abandonar el césped, pero parecía que tuvieran vigas de cemento en los pies. Era de esas veces en las que, además de sentir una desgana absoluta, además de afligirte por la derrota, te afligías porque conocías lo hija de puta que podía ser la vida. Luis Suárez se quedó en el centro del campo llorando.  

Foto: Luis Suárez y Gerrard.