Durante la infancia alcanzamos el nivel de salvajismo idóneo que añoramos con la madurez. Si tenías una buena tarde, habías jugado con alacranes, te habías roto los pantalones jugando al fútbol, te tirabas con cartones por los cerros abruptos de tu barriada -aún agradezco la suerte de sobrevivir a aquéllo- o te meabas en los muros de la escuela -aun sin conocer las peripecias de los poetas del 27 meándose en los muros de la Real Academia-. Recuerdo una tarde en la que jugábamos al fútbol en el patio central de la barriada donde solía ir a pasar mis ocupadas tardes. Una de las vecinas del bajo salió de su casa para increparnos que no le dejábamos descansar con el ruido de los balonazos. Recogimos nuestro balón y cuando la señora se metió de nuevo al salón y se incorporó en su sillón, los diez chiquillos empezamos a disparar contra las rejas de su ventana, como si hubiera un ejército japonés al otro lado del cristal. <<Ahora sí que le van a molestar los pepinazos>>, sentenció Juan. Una docena de chiquillos enfadados son capaces de ocupar un país como Luxemburgo.
La infancia acude a ti siempre que te mesas la barba. Siempre que te mesas la barba o cuando la desolación te toca en el hombro. La desolación tiene muchas maneras de vestirse, puede presentarse cuando no puedes subirte la cremallera del vaquero o cuando apuras el último trago de Gin Tonic y el camarero corta la música. En ese momento hueco, en el que ni tú ni los de tu alrededor sabéis qué ha pasado realmente, adquieres la clarividencia de un poema de Pedro Sevilla y te dices <<yo pagaría oro, vendería mi alma, / por volverme otra vez / niño de calzón corto saliendo de la escuela / camino de los brazos de mi madre>>.
Aunque para ser justos, hay que reconocer que la infancia también te ofrece momentos malos, como cuando hacías alguna trastada y el salón de tu casa permanecía en silencio. Es lo que me ocurrió otra de las tardes. Ya había acabado de dar balonazos en las rejas de alguna vecina y me dirigí a casa de mi abuela, que era donde me esperaba mi madre. Crucé la calle pensando en el bocadillo y no me percaté de que un coche venía en mi dirección. La Renault Express -imposible olvidarme- quedó a un centímetro de mi flacucha pierna. Corrí a casa de mi abuela sin hacer caso a los improperios que el señor que conducía me escupía. Cuando llegué por fin, mi madre no dijo nada. No dijo nada hasta irme a dormir. Antes de cubrirme con la sábana, justo antes, me dijo <<es a ti a quien ha ido atropellando un coche en la calle de la abuela>>. El miedo se me subió por las piernas. Sólo una madre sabe meterte ese miedo en el cuerpo con un puñado de palabras susurradas.
La mejor habilidad que adquirí en la infancia fue robar. Cuando nos agotábamos de hacer tropelías y nos entraba hambre, robábamos tabletas de chocolate. En realidad, yo era el encargado de robarlas. Sólo utilizaba un método, la inocencia. Entraba en el supermercado y sonreía a las dependientas que por lo general conocían a mi abuela, mis tías y mi madre. En ningún momento esas dulces señoras sospecharían que un niño menudo y bueno fuera a introducirse en la chaqueta algunas tabletas de chocolate, como en Paper Moon ninguna anciana sospecha que va a ser estafada por una niña rubia con un gracioso sombrero. Lo justo para esas trabajadoras hubiera sido darles la información de lo que estaba dispuesto a ejecutar, como hacía Tito Juanma, un admirado personaje de mi pueblo, cuando era empleado de un banco y estaba cansado de engañar a la gente. Recibía a las jubiladas con una sonrisa dulce detrás de la ventanilla, las señoras le entregaban la cartilla a actualizar y le daban los buenos días. Él recogía las cartillas por debajo del metacrilato con la suavidad con la que un jugador avanzado de póker desliza su carta sobre el tapete para que no sea vista, y en un tono amable, con la cartilla de la señora abierta y los codos apoyados en su mesa, le contestaba: <<buenos días señora, aquí estamos para robarle>>.  

Foto: Paper moon